Parece que todo el mundo está de acuerdo (y yo también) en que los dos pilares básicos de cualquier proceso de adelgazamiento son la dieta y el ejercicio físico, ya que son los métodos por los que o bien disminuimos la cantidad de energía que aportamos a nuestro organismo (con la dieta) o bien aumentamos el gasto energético del mismo (con el ejercicio).
Yo suelo explicar esto haciendo una comparación con una cuenta corriente en la que hay un balance de ingresos y gastos. Si los ingresos superan a los gastos, nuestra cuenta corriente aumenta (es decir, engorda). Si por el contrario, nuestros gastos son mayores que los ingresos, la cuenta disminuye (o sea, adelgaza). Y si gastamos lo mismo que ingresamos, la cuenta ni aumenta ni disminuye (se mantiene).
Por tanto, si queremos que nuestra cuenta adelgace, tenemos tres opciones: O disminuimos los ingresos (hacemos dieta), o aumentamos el gasto (ejercicio) o, lo más coherente, aumentamos el gasto y disminuimos los ingresos (dieta y ejercicio).
Si solo hacemos dieta, es casi seguro que adelgazaremos, pero (y más cuantos más años tengamos o más quilos perdamos) nos encontraremos flojos y “fofos”, con flacidez y mala condición física.
Si solo aumentamos la cantidad de ejercicio (eso sí, sin aumentar de rebote la cantidad de calorías ingeridas), nos encontraremos físicamente muy bien, pero perderemos peso muy lentamente.
Por eso, lo más razonable es la combinación de ambas estrategias, con lo que conseguiremos aunar las ventajas de una alimentación racional y equilibrada con las del ejercicio físico hecho de manera regular. Como dice el conocido aforismo: “Mens sana in corpore sano”.